LOS MALETILLAS
Viajemos en el tiempo a MORALEJA,
LA DEL PERAL, aquella en la cual la mayoría de sus casas eran de adobe y sus
calles estaban en tierra, circunstancia esta que las hacían intransitables: en
invierno, por los socabones que originaban los carros y las bestias los días de
lluvia; y en verano, por el polvo, el sopor, las moscas y las avispas. Esa MORALEJA en la que al ponerse el sol, después
de haber estado cayendo a plomo durante toda la siesta, el pueblo cobraba vida,
las gentes salían a la calle para sentarse a la puerta de casa a tomar el
sereno, que decían.
Esa MORALEJA donde los muchachos por
las tardes, a pesar de las sofocantes temperaturas, tenían como entretenimiento
jugar en las plazas del pueblo a entera,
a marro o al escondite. Interrumpidos estos juegos cuando al atardecer llegaban
al pueblo las cabras del “cabrial” o los cochinos de la “porcá”. Y , entonces
la diversión consistía en correr detrás de estos animales para enfado de los
dueños y de quienes los cuidaban.
Otro juego que tenía mucha
aceptación entre los chavales, era “el del toro”. Juego en el que uno embestía
con una cornamenta conseguida en el matadero y adaptada con mucha pericia para
que pareciera la cabeza de un toro, mientras que los demás simulaban al matador
y su cuadrilla. A veces, cuando al matadero era conducida una res de media
casta o cuando por el vado del río pasaban hacia la feria de Coria las manadas
de vacas moruchas, los chavales coqueteban con el riesgo tratando de emular a
los maletillas que, con su hatillo al hombro, habían visto entrar y salir en
multitud de ocasiones del BAR PESETA, muy conocido en el planeta de los
espigados soñadores de verónicas de plata, por la generosidad de sus dueños, ya
que allí siempre encontraban un plato de comida y un rincón donde descabezar el
sueño.
A veces la linea divisoria entre
la realidad y el juego era tan sutil que sin apenas darse cuenta en algunos
chavales se despertaba una afición desmedida a los toros y su mayor deseo era
ser torero, profesión esta, envuelta en un halo romántico, repleta de dificultades
y riesgos y en la que triunfar era más que un milagro. Pero los que lo
conseguían, se podían permitir cambiar las humildes casas donde se habían
criado por un cortijo en el que alojar a su familia. En definitiva, esta arriesgada
profesión era la única que les podía proporcionar a estos jóvenes una vida de
ensueño, una vida en la que dar un revolcón a su destino y al de sus seres más
queridos.
Y era esa ilusión la que empujaba, a estos osados mozuelos, a dar el
paso de ir a torear de noche a las
fincas de los alrededores (Santa Maria, Monteviejo, La Cañada, Rozacordero,
Malladas, etc.).
Aunque eran de sobra conocidos por
todos en el pueblo, los aprendices de toreros se veían obligados a llevar una
doble vida. Desempeñaban un trabajo mal remunerado y con jornadas agotadoras e
interminables por el día; y por la noche tenían que compaginar hacer la luna, con
acudir a la puerta de su novia a pelar
la pava, tarea esta que era interrumpida, cuando tocaba, al oir la señal
convenida con sus compañeros.
-¡Tengo que irme!, mañana me toca
madrugar-se excusaba-. Y unas veces por las prisas y otras por la falta de
intimidad no había ni beso de despedia. Y eso que aún le quedaba acudir a la
cita con el miedo.
La Plazuela de Venturina era el
lugar de reunión del grupo, allí planificaban el acontecimiento, produciéndose lo
primero de todo el intercambio de información (he visto un toro en tal sitio, a
mí me han dicho que en tal otro hay apartada una corrida…) y decidían si era a
la Maestranza o a las Ventas, a donde
tocaba ir ese día a hacer el paseillo. Se dirigían al lugar donde escondían
el hatillo y unas veces a pie y otras andando ¡A TOREAR!, generalmente las
noches de luna llena.
Una de estas noche, el lugar elegido
para alcanzar la gloria fue una de las dehesas dedicadas a la cría de toros
bravos, había apartada una corrida y la información venía de buena fuente, nada
menos que del hijo del vaquero que se había unido al grupo. Y aunque en esta
ocasión él no los acompañó, por precaución, sí se encargó de manera generosa de
crear las condiciones para que la faena transcurriera de manera exitosa.
Con el sigilo propio que requería
la ocasión y burlando todo tipo de sobresaltos provocados por el miedo y la
penumbra, en una hora por el camino de las parcelas se presentaron en el lugar.
Lo primero, tal vez para tranquilizar la conciencia o quizá para reponer una
dosis de valor, fue pasar por la ermita a rezar a la Virgen de la Vega. Después
saltaron al cerrao donde estaban los toros y apartaron uno de ellos. Y sin más
comenzó la faena.
Todo iba de maravilla. ¡Ya tenían
la puerta grande al alcance de su mano!
Hasta que no se supo por qué
extraña razón, un perro de los que habitualmente guardaba el caserío y que el
hijo del vaquero se había encargado de alejar del lugar para que no despertara
a los trabajadores de la finca, apareció de manera fortuita y provocó la
estampida de los toros que saltaron las paredes del cerrao y desaparecieron en
la oscuridad.
A la mañana siguiente el mayoral
de la ganadería se personó en el cuartel de la guardia civil a presentar la
correspondiente denuncia, inmediatamente los guardias se pusieron sobre la
pista de los sospechosos aunque estos, pues
no era la primera vez que pasaban por un trance parecido, ya habían convenido
que pasara lo que pasara y por mucho que les presionaran ninguno iba a delatar a
los demás. ¡Qué ilusos! Desconocían la magnitud de su fechoría y esta vez habían
llegado demasiado lejos, el que más y el que menos se llevó unos mamporros y
una generosa multa de 250 pesetas que en aquel entonces era una fortuna.
Brindis: Te presto mi pluma para lidiar
al toro que corneó tu memoria. ¡Va por ti!
Julio Morcillo Almaraz